miércoles, 3 de junio de 2009

LA TENSIÓN CAMUFLADA - 16/08/1993

En los tres años que transcurrie­ron, entre las dramáticas horas de 1975 y la crisis de 1978, Chile y Perú vivieron un acercamiento polí­tico que un autor peruano calificó como ‘tierno idilio’. En 1976, Chile nombró como embajador en Lima al actual dirigente de RN, Francisco Bulnes, en un intento del almirante Patricio Carvajal —entonces ministro de Relaciones Exteriores— de reabrir el diálogo. A pesar de que el propio Carvajal —‘un marino duro’— nunca quiso visitar Perú, el solo hecho de enviar a un político significaba un acercamiento. Había que romper el profundo aislamiento en que se en­contraba la embajada de Chile, bajo el mando del general del Aire Máximo Errázuriz. El estilo de Bulnes incluía tomar la iniciativa en materia de amis­tad. A esto ayudaría la ‘diplomacia uniformada’ chilena, que inició un gran acercamiento castrense, lidera­do por el ministro de Defensa, Her­man Brady, y que se enmarcaba per­fectamente en la tónica de la Cancille­ría de esos años. El propio general Pinochet había declarado que prefería “los contactos directos entre mili­tares” para manejar las relaciones entre Chile y el mundo.

Pero mientras desde el Palacio de La Moneda se construía una saludable amistad, los militares del norte no descansaron, a pesar de que la ten­sión había desaparecido. En 1974, miles de hombres habían acampado en el desierto esperando una guerra —sin instalación alguna y poco arma­mento— y eso no debía volver a suce­der. Desde la década del 60, Perú co­menzó a ser considerado en Chile una potencia bélica, y, aunque el peligro inminente de Velasco Alvarado había pasado, los sentimientos revanchistas podían volver a aflorar.

Las tres ramas chilenas continua­ron consolidando lo que habían mon­tado apresuradamente el 74 y 75. Pero el más trascendental cambio del Chile militar de esos años fue la concreción de una vieja idea que había nacido en los años 50 en la Academia de Guerra Militar. Se trataba de la creación de un Ejército, que, en su seno, acogía a dos ejércitos independientes, capaces de dar una lucha paralela en el norte y en el sur. Marcados por la experiencia, “de haber desvestido militarmente” a todo el centro y parte del sur ante el peligro peruano, se realizó la reestruc­turación.
Pero el trabajo de la defensa chilena no obedeció sólo a la fiebre de fortale­cerse. Dos actitudes de las Fuerzas Armadas peruanas inquietaban espe­cialmente en Santiago, y hacían dudar que el ‘tierno idilio’ fuera definitivo. La primera era la ininterrumpida adquisi­ción de armamento, a pesar de la lle­gada de Morales Bermúdez. Mientras en 1975 llegó a Lima una partida de 200 tanques T55 de origen soviético, en 1977 adquirían 36 aviones bombar­deros SU-22, ambas compras por un valor de US$ 433 millones, según Ar­med Forces Journal International, publicación que la destaca como la mayor adquisición de material bélico en la historia de Latinoamérica. En esa época también se inicia el proceso de estandarización en el material bélico de las Fuerzas Armadas peruanas y argentinas. Las compras de armas de ambos países son de una similitud tan coincidente, que hace pensar en con­sultas mutuas. “El grado de estandari­zación de los sistemas de armas en ambas naciones sería sorprendente de no mediar un acuerdo previo”, sos­tiene el cientista político Emilio Mene­ses. Ambos países construyen una misma espina dorsal para sus Fuerza Aérea, Marina y Ejército, con el mis­mo tipo de aviones, submarinos y mu­niciones. Además, los aviones milita­res de una nación operan en aero­puertos y pistas del otro. Chile obser­va estos lazos militares —muy poco usuales en el mundo, aparte de las alianzas tipo OTAN y Pacto de Varso­via— con inquietud. Nada bueno pa­recían vaticinar”.