miércoles, 3 de junio de 2009

EL DÍA QUE NO ESTALLO LA GUERRA CON CHILE - Revista Oiga 9/08/1993


El 11 de setiembre se cumple en Chile el vigé­simo aniversario del golpe de Estado contra el presidente socialista Salvador Allende perpetrado por el general Augusto Pinochet, comandante general del Ejército de esa nación. Desde el 11 de setiembre de 1973, Pinochet gobernó a Chile con mano de hierro hasta 1990, cuando se reinstauró la democracia con la ascensión del presidente Patricio Aylwin; sin embargo, Pinochet sigue mante­niendo una fuerza gravitante en la políti­ca de ese país, desde su poderoso cargo de comandante general de las Fuerzas Armadas. El golpe de Estado que acabó con el experimento socialista de Allen­de, ocurrió siete meses después de que en el Perú el general Juan Velasco Alva­rado, jefe del movimiento revoluciona­rio que asumió el poder el 3 de octubre de 1968, tras derrocar al presidente constitucional Fernando Belaunde Terry, sufriera un aneurisma aórtico que le costó la amputación de una pier­na (19 de febrero de 1975); la enferme­dad marcó su declinación física y la de su poder, desatando pugnas internas que se resolvieron el 29 de agosto del mismo año con el pronunciamiento de Tacna encabezado por el general Francisco Morales Bermúdez.

A propósito de estas dos décadas de la historia política de Chile, la revista Qué pasa, de Santiago, ha iniciado, el 3 de julio, una serie de reportajes bajo el título los años que remecieron a Chile. El primero, publicado en tres ediciones sucesivas, toca un tema que va a causar asombro entre los peruanos porque, como lo dicen los editores de esa revis­ta: "Aborda un suceso sobre el cual jamás ha aparecido ni siquiera un artícu­lo que, al menos, dé una idea de lo que realmente ocurrió: la crisis que puso a Chile y a Perú al borde de una guerra entre 1973 y 1975". Este tema es tratado en dos números de 'Qué pasa'; el segundo capítulo, titulado "El acoso en tres frentes', también está vinculado a otro supuesto intento de agresión peruano a Chile ocurrido bajo el gobierno de Mo­rales Bermúdez, esta vez con la compli­cidad de Argentina y Bolivia.

Indudablemente, el tema es apasio­nante, sobre todo porque abre entre nosotros una gran interrogante: ¿real­mente sucedieron los episodios que narra Qué pasa? Por las páginas del semanario chileno desfilan militares de ese país que dan su propia versión y también figuran los nombres de milita­res peruanos que, según los cronistas chilenos, tuvieron participación en esa parte oscura de la historia entre los dos países. OIGA pública en esta edición las partes más importantes del capítulo que se publicó en la edición del 3 de julio y la versión completa del que apareció el 10 bajo el título 'Esperando la invasión'. La próxima semana lo haremos con el ter­cer capítulo.

El tema no sólo apasionará a nuestros lectores; también dará pie a que los militares peruanos mencionados por Qué pasa den su propia versión y nos permitan tener una visión más cabal de lo que realmente sucedió entre el Chile de Pinochet y el Perú de Velasco y Mo­rales Bermúdez.

En medio de la noche, una fila de jeeps con las luces apagadas se desliza fuera del regimiento. Silenciosamente, miles de hombres toman senderos y huellas para ocupar sus posiciones. En las trincheras les esperan armas y municiones. Y mientras la enorme masa camuflada ocupa los desérticos terrenos que ro­dean Arica, en las calles de la ciudad algunos contingentes se ubican en pun­tos estratégicos. La población de Arica duerme tran­quila, sin saber lo que está pasando. Pero en medio de la noche, algunas lu­ces revelan que hay civiles trabajando. El alcalde de la ciudad revisa los últimos detalles; es él quien dirigirá la batalla en las calles. Ya su plan está listo, y todos, incluyendo los universitarios, van a ju­gar un papel en la defensa de la ciudad.

Es julio de 1975. Y Arica, con una población de 90.000 personas, está en pie de guerra. El Ejército chileno se ha plegado —listo para el enfrentamien­to— en la más grave crisis militar de las últimas décadas. Al otro lado del límite las tropas peruanas se levantan en una gigantesca movilización sobre la fronte­ra con Chile. Desde Lima, el gobierno de Juan Velasco Alvarado vuelve a alis­tar su poderosa maquinaria militar.

No es la primera noche y tampoco será la última en que los soldados ocu­pen trincheras y arenales, y en la que se teme que, finalmente, Chile y Perú se enfrenten en una sangrienta guerra. Durante meses de larga tensión, una y otra vez se repetirán los hechos. Una y otra vez Arica se aprontará a defender­se en esa larga espera que, desde hace más de un año y medio, vive el norte chileno.

El comandante del regimiento de Ari­ca, coronel Jorge Dowling teme lo que pueda suceder ese invierno de 1975. Si hay guerra, dos alternativas se conjugan en su mente: "O Perú ve una resistencia tan feroz que no insiste en la agresión, o vivimos la historia de 'La Concepción' en grande". Como hace casi un siglo, en la sierra peruana, los soldados de Arica se aprestan a morir sitiados.

Durante 1974 y 1975 la tensión prebé­lica ha subido y bajado en Chile, como un tobogán. Desde que el general Juan Velasco Alvarado iniciara en el Perú el mayor rearme de su historia, el gobierno del general Pinochet se prepara para enfrentar un posible ataque peruano. Y aunque pocas declaraciones bélicas se han cruzado, en Chile persiste la certe­za de que, si puede, Velasco va a inten­tar recuperar la zona de Arica, perdida en la Guerra del Pacífico.

Por lo mismo, en los puertos chilenos se instalan redes y sistemas de detec­ción de submarinos. Dos veces la escua­dra ha tenido encuentros con submari­nos desconocidos en los mares del nor­te. Y ni al llegar a puerto baja la guardia de los barcos: radares y armas anti­aéreas se mantienen siempre mirando al cielo, por el peligro de los ataques. To­das las Fuerzas Armadas chilenas se han volcado al norte, aunque en Santia­go nada de la tensión que se vive se filtrará a la prensa.

"Nuestra orientación en 1974 y 1975 era de preparación para el conflicto", evoca el almirante (r) Luis de los Ríos, en ese entonces jefe del Estado Mayor de la escuadra. "Estimábamos en un 60 a 70% las posibilidades de que nos viéra­mos envueltos en una guerra". Y como comandante del único regimiento de Arica —el Rancagua— el general (r) Adlanier Mena, también recuerda: "No una, sino muchas veces pensé que por una impredecible circunstancia íbamos al enfrentamiento".

En el Estado Mayor de la Defensa, corazón de la estrategia chilena, se estu­dia y planifica a todo vapor. Pero junto al acelerado rearme nacional, otro tema ocupa la mente de los militares. Una fina estrategia global ha ido cobrando cuer­po. Los generales chilenos estiman que la única forma de detener a Velasco Alvarado es demostrarle que no le será posible lanzar una ofensiva aplastante y rápida que le permita quedarse con los territorios reivindicados. Para esto, Chile se vuelca a construir un escenario que le hará saber a Perú que si va a la guerra, ésta será larga y revelará la debi­lidad estratégica vecina. Si bien Perú tiene una gran fuerza ofensiva, no po­see, según los generales chilenos, la capacidad logística —o de organiza­ción— como para sostener un conflicto prolongado. "En términos gráficos, el poderío peruano era como un gran pu­ño, pero con un brazo delgado", sostie­ne el cientista político Emilio Meneses. En los escasos 20 kilómetros que sepa­ran a Arica de la frontera, los soldados trabajan día y noche. Con retroexcava­doras, y todo tipo de maquinaria, los regimientos pasan los días y los meses en lo que el general (r) Jorge Dowling llamaría "nuestra agricultura". Se exca­van trinchera en eternos kilómetros, se levantan camellones y se instala una fábrica de tetrápodos, enormes figuras de cemento destinadas a formar diques para la contención de tanques.

Detrás de esa primera línea, se siem­bran 20 mil minas, que en 1981 llegarían a ser 60 mil. En cuadriculadas áreas, éstas son instaladas con un registro —del cual sólo existen tres copias— que revela dónde se encuentran las mortífe­ras cargas. Pequeños senderos, llama­dos brechas, permiten que los guías circulen sin riesgo. Pero si el conflicto bélico estalla, rápidamente se rellenarán las brechas con minas, y toda el área quedará intransitable.

Hacer la guerra larga no sólo significa interponer los mayores obstáculos en­tre la ciudad y la frontera. También hay que profundizar el territorio de batalla. Y si en 1974 existe en Arica un solo gran regimiento —el Rancagua— que cubre toda la frontera, en 1975 se crea el Regi­miento Granaderos en Putre, con es­cuadrones de caballería, donde sólo existían instalaciones menores. Al año siguiente, nace el regimiento "Garra y Filo" en Alto Pacoyo, y así se continua­rá, hasta que en la década del '80 habrá seis regimientos en Arica, quedando en Iquique sólo cuatro, los de apoyo de mando. En un crecimiento orgánico, no sólo se desplaza gran parte de las fuer­zas de Iquique hacía el norte. También hay un despliegue de los regimientos frente a la frontera, de tal forma que tanto en Arica como en alta montaña -léase Putre- se encuentran fuerzas de infantería y artillería.

El crecimiento se inicia en 1974 en las más precarias condiciones. Los hom­bres inicialmente van a acampar a los desiertos y áreas cercanas. La enorme marea humana convierte a la zona en un solo y gigantesco cuartel- "Vivimos enormes dificultades de alojamiento, alimentación y recreación para miles de hombres", recuerda un alto militar del norte. Similar proceso vive también en esos años la Fuerza Aérea y la Armada. Apresuradamente, ante el peligro de guerra, crea un teatro de acuerdo a la amenaza. En el caso de la Fuerza Aérea, después de la construcción de la base de Chucumata, nuevas pistas de redesplie­gue surgen en medio del desierto.

La adquisición de armamento tam­bién se orienta a demostrarle a Perú la larga guerra que se viene. Se triplica la cantidad de armas antiblindajes, que enfrentará a los tanques desde el suelo, con hombres escondidos en los came­llones. Y se adquirieron aviones F-5, así como los norteamericanos A 37: éstos volarán delante de las fuerzas de tierra, destruyendo tanques. La única ventaja de Chile en ese entonces —que vive una profunda crisis económica agudizada por la baja del precio del cobre y el shock petrolero mundial— es que las armas defensivas son sustancialmente más baratas que las ofensivas, que re­quiere y compra Perú.


En la acelerada preparación, todo vale. Y desde 1974 en adelante los uniformados chilenos harán uso, también, del ingenio militar. En Arica se creanvariadísimos elementos defensivos "made in Chile", como los tetrápodos, queirán a obstaculizar el paso de los tanques. Se estudian las posibles zonas dellegada de paracaidistas, para diseminar allí gigantescas púas de acero. Y mientras en el día se trabajé en trincheras y camellones, por las noches el comandante Odlanier Mena, del Regimiento Rancagua, lee Oh Jerusalem —relato de la lucha judío-árabe— donde toma ideas de defensa 'casera'.

Sin embargo, los ojos de la Defensa chilena no sólo están puestos en hacerle cada vez más costosa la guerra a Perú. Quizá la imagen más dantesca de esta guerra que no sucedió hubiera sido el escenario de Arica. En caso de enfrentamiento, el objetivo peruano sería con­quistar Arica. "Era la carne de cañón, como cualquier ciudad fronteriza del mundo", recuerda un militar. Los ejérci­tos peruanos se encontraban demasia­do cerca, y después de agredir con dos divisiones de tanques, vendría la batalla en las calles de la ciudad. Fuerzas peruanas aerotransportadas caerían sobre Arica después de los bombardeos y la poderosa brigada paracaidista peruana —entre 1,200 y 1,500 hombres— aparecería sorpresivamente. Los paracaidis­tas peruanos caerían más al sur de la ciudad, en lugares estratégicos que les permitieran cortar y aislar la zona norte del resto del país. Y otras fuerzas de infantería peruana buscarían el mismo objetivo, penetrando por el lado de Pu­tre para bajar hacia el sur y hacer un envolvimiento hacia la costa. Así deja­rían a Arica como un bastión sitiado.

Desde la frontera con Perú hasta las quebradas de Camarones y Vitar —límite natural, y límite también de la supuesta ambición peruana— sería en­tonces el campo de batalla. Un territorio fácil de aislar para los peruanos, si se bombardean las escasas carreteras de la zona. Y Chile, con pocas posibilida­des de llevar la lucha terrestre hacia territorio vecino —por la densidad de las fuerzas peruanas en la frontera—, corría serios riesgos de quedar con un pedazo del país completamente aislado y acosado.

Las continuas visitas del general Pino­chet a Arica estaban destinadas a asegurarse que la ciudad resistiría hasta la llegada de refuerzos. Con la misma fre­cuencia viajaban altos mandos de la Marina —pieza clave en la defensa— y el general Gustavo Leigh también se haría presente en 1974. Cada vez, y a cada uno, en el regimiento Rancagua "les asegurábamos que resistiríamos hasta la llegada de ayuda", evoca el general (r) Mena.

Desde el escenario norte, era el gene­ral Carlos Forestier, comandante de la VI División, con asiento en Iquique, quien orquestaba y coordinaba las fuer­zas que tendrían que ir en el refuerzo.

Apodado el 'zorro del desierto' —en clara alusión al mariscal alemán Eric Rommel—, Forestier era un duro mili­tar, admirado y temido entre la tropa, que manejaba con mano de hierro sus divisiones, alistándolas para la guerra. Amante de los comandos especiales, o gurkas, era muy conocido entre los mili­tares peruanos por su vehemencia.

El alto mando ya tenía previsto que si Arica caía, la reconquista estaría en manos de los hombres de la Armada. En una operación anfibia, y con bombardeo naval, los infantes de marina serían ca­beza de playa, para después permitir desembarcar a las tropas del ejército.

El 18 de setiembre de 1974 el coronel Odlanier Mena, comandante del regi­miento Rancagua, único de Arica, tenía un problema muy especial. Como era tradición, para ese día se esperaba la visita de un destacamento del ejército peruano que, desde Tacna, iba todos los 18 de setiembre a saludar a los chilenos. Pero en la mente del comandante per­sistía una duda: que esta vez, además del destacamento de saludo, llegarán miles de 'visitantes' para iniciar la agre­sión.

Siendo amigo personal del general peruano a cargo de Tacna, Artemio García, Mena decidió entonces invitarlo a pasar el día a Putre. "Si algo pretendían, yo tendría cautivo y en mis manos a su general", evoca Mena. Entonces en el regimiento de Putre se viviría una inédi­ta celebración del día patrio: con gran parte de sus armas e instalaciones ca­mufladas se recibió al general peruano. Lo único que no alcanzaría a modificar­se sería el discurso preparado, cuyo orador tuvo que saltarse párrafos ente­ros, que hablaban de los encendidos valores nacionales, cuando se estaba a las puertas de una agresión peruana.

Conscientes de la tensión, en la po­blación civil de Arica se vivía día a día los preparativos militares de ambos lados. La ciudadanía sabía claramente el peli­gro que corría, aunque, nunca llegaron a enterarse de que las tropas chilenas estaban desplegadas. En 1974 los estu­diantes secundarios habían sido organi­zados en brigadas, donde recibían ins­trucción premilitar para aprender a dis­parar. Las jovencitas, por su parte, ves­tidas con uniformes de la Guerra del Pacífico, eran entrenadas en primeros auxilios. Y es que, llegado el caso, todos serían indispensables en la aislada ciu­dad.

Los planes de abastecimiento, agua y luz fueron coordinados con las autorida­des civiles para el caso de conflicto. La " evacuación de mujeres y niños hacia áreas más protegidas se realizaría en la fase 'peligro de guerra', es decir sólo en el momento en que el conflicto resultara inminente. El Plan de Defensa de Arica, que dirigiría el alcalde de la ciudad, ya tenía organizado la labor de los bombe­ros, Cruz Roja y universitarios, todos ellos distribuidos por barrios y calles.

Mientras Arica velaba, esperando la hora de la guerra, en Santiago nuevas iniciativas del gobierno, más una serie de circunstancias externas, irían paulatinamente haciendo más difícil la agresión peruana. "El tiempo empezó a correr en contra de Perú", sostiene el cientista político Emilio Meneses. "Aunque Persistía el riesgo de que se precipitara en una ofensiva, ya en 1975 el panorama comienza a complicársele a Velasco Alvarado", agrega.

Por una parte, Chile responde a gran velocidad al desafió militar, diluyendo la posibilidad de un ataque vecino rápido y certero. Por otra, la situación económi­ca de Perú comienza a deteriorarse con la misma rapidez con que empieza a sentir el peligro en su frontera norte. Los altos precios del petróleo le permite a Ecuador, que siempre ha reivindicado territorios peruanos, enriquecerse y armarse aceleradamente: a lo largo de los años 70 aumentará once veces su dotación militar, obligando a Velasco Alvarado a poner atención en esa fron­tera.

La Cancillería chilena irá desplegan­do, por su parte, una labor, cuyos hilos movidos orquestadamente con la De­fensa también rendirán frutos. Desde Santiago se crea una serie de comisio­nes mixtas entre ambos países que lo­gran el objetivo de acercar y apaciguar. Pero la más importante acción diplomá­tica, sería el 'Abrazo de Charaña' del general Pinochet con el presidente de Bolivia, Hugo Banzer, en febrero de 1975.

Paralelamente, otra labor diplomática se desarrolla esos años, la que será Ilevada a cabo por los mismos comandan­tes chilenos que de noche despliegan las tropas en la frontera. Primero el coman­dante Odlanier Mena, y después el co­mandante Jorge Dowling —desde el regimiento Rancagua-- establecen es­trechas relaciones con el mando militar de Tacna, a cargo del general Artemio García. Tratando de apaciguar la llama­da 'zona caliente', la gran amistad que surge ayudaría en más de una ocasión a aquietar el polvorín fronterizo. Y permi­te situaciones tan anecdóticas como que en el invierno de 1975, cuando los alumnos de la Academia de Guerra san­tiaguina visitan Arica, encuentran senta­do en la pérgola de la casa del coman­dante Dowling a todo el cuartel general peruano del regimiento de Tacna can­tando el himno del `Rancagua'.

Y es que, según los actores chilenos del norte, la actitud de los militares pe­ruanos revelaba que en Lima había unas cuantas 'cabezas calientes' envueltas en la idea de guerra. "El propio general García, de Tacna, consideraba que era un locura entrar en conflicto y así me lo dijo", evoca el general (r) Dowling.

Enmarcado en este mismo ambiente, en noviembre de 1974 se realiza en la línea fronteriza de Perú y Chile la cere­monia del Abrazo de la Concordia. Sin embargo, cuando ésta estaba en etapa de organización, el comandante Mena recibió una propuesta que lo dejaba en bastante mal pie.


"Hagamos un desfile —sugirió el general García— donde nosotros pasamos con dos escuadrones de tanques, y ustedes con otros dos". El comandante chileno no supo qué res­ponderle". "¿De dónde sacaba dos es­cuadrones, si ni en todo Chile no los conseguía?", revela hoy. Afortunada­mente, los militares peruanos aceptaron la contraposición de Mena de realizar un desfile simbólico, con banda instru­mental y una treintena de hombres.

Sin un incidente preciso que detonara la tensión, sin un tema concreto en discusión —ya que el tratado de 1929 había zanjado los territorios de la Guerra del Pacífico— Velasco Alvarado había llega­do a las puertas de la guerra, sólo imbui­do por su fuerte tendencia nacionalista. Y el temor chileno ya no era sólo una agresión ordenada desde Palacio de Lima, sino también que "por cualquier estupidez" explotara un conflicto fron­terizo y éste se generalizara.

Sin embargo, el tiempo se encargaría de que la larga profecía bélica no se cumpliera. Y mientras la estrategia chi­lena comenzaba a carcomer las ambi­ciones bélicas de Velasco Alvarado, hoy —20 años después— aún circulan innu­merables versiones de por qué el Presi­dente peruano nunca dio la orden de iniciar el ataque.

Una de ellas —de origen peruano—relata que, cuando Lima se aprontaba a lanzar su ataque sobre Chile, los satéli­tes norteamericanos registraron los movimientos de la tropa, y la Casa Blan­ca fue quien detuvo a Velasco Alvarado. Para Estados Unidos, los vínculos pe­ruanos con la URSS eran un fuerte argumento para impedir la agresión, además de que a Washington jamás le ha intere­sado un conflicto militar en Sudamérica por las consecuencias que podría aca­rrear en esta área de su influencia.

Otra versión —recogida por la Mari­na chilena— apunta a que fue la fuerza naval peruana el gran freno para una incursión bélica. Siendo la marina la rama más derechista de las Fuerzas Armadas vecinas, y con difíciles relaciones con Velasco durante todo su gobier­no, los altos mandos habrían declarado no estar listos en 1975, ya que —efecti­vamente— su rearme había sido el más lento de todos, y su poder de fuego se consolidaría sólo unos años después.

Sin embargo, más allá de las conjetu­ras, lo que puso punto final al peligro de guerra fue el derrocamiento del general Velasco Alvarado, en la madrugada del 29 de agosto de 1975. Paradójicamente, el hombre que lo sacaría de Palacio de Lima sería el mismo a quien el propio Velasco había señalado como su suce­sor, el comandante en jefe del Ejército, general Francisco Morales Bermúdez, y uno de los conspiradores del golpe de 1968.

Esa madrugada y poco antes de que Morales concretara el golpe, dos llama­das telefónicas cruzarían hasta Chile. En una, el general Artemio García, co­mandante en Tacna, despertaría a las 05:00 horas al comandante Dowling en Arica para informarle que el general Morales Bermúdez sería el nuevo Presi­dente de Perú. Tras colgar, García se comunicó con la casa del coronel Odla­nier Mena en Santiago, quien después de haber servido en Arica, había sido destinado a la Dirección de Inteligencia del Ejército. García repetiría textual la información entregada a Dowling, pero el propio general Morales Bermúdez tomaría el teléfono para confirmarle que el grupo de conjurados tenía todo listo para actuar.

Una de las razones que motivó el gol­pe de Morales Bermúdez, de acuerdo a versiones que circulan tanto en Chile como en Perú, fue evitar la guerra. Mo­rales era un militar mucho más modera­do que Velasco, y según una versión recogida por la embajada chilena en Lima, hubo un hecho preciso que lo habría impulsado a derrocar rápidamen­te a Velasco. En una visita a La Habana, Fidel Castro habría invitado a Morales a visitar unas instalaciones militares, don­de había infinidad de tanques. "Tengo todo preparado, los tanques, y 12 mil hombres para caer sobre Arica junto con ustedes", le habría dicho Fidel. Mo­rales, atemorizado de que esa loca idea pudiera convertirse en realidad, acortó su visita a Cuba, volvió a Lima y aceleró su conspiración. Poco tiempo después, en la embajada chilena se subrayarían con rojo los despachos de prensa que informaban que 12 mil soldados cuba­nos habían partido para Angola.

En Chile, la tranquilidad volvería a las filas militares apenas Francisco Morales Bermúdez se cruzó la banda presiden­cial en el pecho. Había terminado la más grave crisis militar del siglo con Perú. "La amenaza fue real, y el esfuerzo que se hizo para evitar la guerra fue enor­me", concluye el dentista político Emilio Meneses. Pero tres años después, el espectro de la guerra volvería a cernirse en el norte. Se trataba de algo aún más grave. Por causa del inminente conflicto del canal del Beagle con Argentina, pa­recía hacerse realidad la peor pesadilla que siempre rondó a los estrategas mili­tares: una agresión simultánea de sus tres vecinos.